Femicidios en Chile: cuando ser mujer es la razón para morir
X Geanina Zagal Ehrenfeld/Página: Resumen, desde los barrios y pueblos
Marzo de 1978, dos
tarros de leche condensada reventaron en la cocina manchando las paredes y el
piso. El castigo para ella por el descuido, es una golpiza brutal, un ojo en
tinta, niños llorando y mucho dolor. Enero de 2008, él llega a la puerta del
colegio donde ella trabaja como profesora de religión, le da un disparo, la
mata y luego se suicida.
La primera de estas historias corresponde a un retrato
compartido, un lugar común en la genealogía de este Chile que se ha armado en
torno a la violencia hacia las mujeres: mi abuela golpeada por un marido
alcohólico; la segunda, prima de mi madre, muerta por un ex esposo, que a pesar
de la orden de alejamiento, quiebra su historia, la despoja de su dignidad
robándole lo más preciado que tiene un ser humano, su existir.
Es probable que muchos de los lectores y lectoras tengan un
relato que compartir, una vecina, una amiga, una tía, una madre… La violencia
hacia las mujeres ha sido un cáncer constitutivo de las mujeres que nacieron en
este suelo, una constante estructural,
un problema social y político de largo alcance, el cual opera sobre las
relaciones personales y la vida cotidiana, articulándose como un sistema de aprendizaje basado en la
dominación de unos sobre otras, el cual ha sido nombrado como Patriarcado.
La alarmante cifra de treinta y seis mujeres asesinadas por
hombres en 2015 nos advierte sobre la necesidad de identificar este fenómeno
como político, sacar a cada una de estas mujeres del plano de las cifras, para
ubicarlas en el lugar que corresponde, el de víctimas de un perverso sistema de
relaciones amorosas y familiares en el cual la sociedad y el estado, toman palco para no modificar una realidad
que día a día hace que ser mujer resulte ser motivo suficiente para morir.
El femicidio (hubo que crear una palabra para la más
perversa de las formas de posesión del cuerpo de las mujeres) es hoy un tema
que no ha sido abordado por la sociedad en su conjunto. Generalmente se tiende
a interpretar la violencia hacia las mujeres o la muerte de mujeres perpetradas
por hombres, como casos aislados, donde el agresor tiene problemas mentales o
está atravesando por un mal momento, o sufre de un amor que lo cegó, dicho análisis representa una de las falacias
fundamentales de la violencia, ya que, si bien es una acción individual, se
enmarca en el contexto socio histórico que ha permitido que los varones se
sientan propietarios (al igual como lo fueron en otro momento de los negros/as)
del cuerpo de las mujeres.
Una sintomática asociada a una serie de valores arraigados
en la cultura, en la cual el cuerpo de las mujeres es criticable, vendible,
manipulable, dañable. Esta cultura del desgarro es transmitida desde que
nacemos y está basada en la división funcional de géneros, donde las mujeres
han sido las depositarias de una violencia que se manifiesta en muchos planos
de la vida, desde la obligatoriedad de la maternidad, pasando por las
diferencias sustanciales en la vida laboral (precariedad laboral,
desprotección, lagunas en las cotizaciones producto del retiro para criar a los
hijos, menores sueldos al mismo cargo y capacidad, etc.), violencia callejera,
menosprecio y cosificación en la publicidad,
por mencionar solo algunas de las formas de vulneración a la que las
mujeres estamos expuestas en la actualidad.
Territorialidad en los crímenes del Patriarcado
Es relevante poner énfasis en los motivos que llevan a un
hombre a asesinar a una mujer por el solo hecho de serlo, y es que la dimensión
de castigo y corrección punitiva sobre el cuerpo de las mujeres, hace de sus
muertes una señal, donde la misoginia,
el odio y desprecio por el cuerpo femenino y los atributos asociados a la
feminidad, son una conducta esperable, un acto que puede ser cometido, ya que
cuenta con un soporte de consenso que lo ampara y valida, el cual además ha
sido urdido desde dimensiones afectivas, sexuales y de subordinación
intelectual, productiva y reproductiva.
Estos crímenes de poder, basados en la superioridad
masculina, poseen su raigambre más profunda en una historia de despojo que se
escribió al unísono y que a América Latina llega junto de la mano de la
conquista, la cual instala su cultura de violación y muerte y que será
constitutiva y fundacional de los jóvenes estados latinoamericanos. De esta
manera, la lógica expansiva territorial aplicada a ecosistemas para la
obtención de riquezas, será aplicada también al cuerpo femenino, donde las
mujeres vendríamos siendo también territorios en disputa. Tal como señala Rita
Laura Segato sobre los feminicidios de Ciudad Juárez y las semejanzas que
establece entre cuerpo femenino y territorio: “En las marcas inscritas en estos
cuerpos, los perpetradores hacen pública su capacidad de dominio irrestricto y
totalitario sobre la localidad ante sus pares, ante la población local y ante
agentes del Estado, que son inermes o cómplices”
Como primer territorio que habitamos, nuestro cuerpo ocupa
un lugar en el mundo, un espacio que en el caso de las mujeres está sometido a
una supervigilancia y normalización, un territorio que requiere ser controlado,
por ejemplo, a través de la prohibición del aborto y la negativa a legislar por
su despenalización plena.
Es importante señalar que la violencia hacia las mujeres
ocurre en barrios, en villas y poblaciones, ocurre en departamentos de gran
valor o en comunidades campesinas y no distingue condición socioeconómica, pues
está basada en un pacto de complicidad entre agresores. Si no fuese por los
importantes aportes en torno a la visibilización y denuncia que han realizado
colectivos feministas, lesbianas y de mujeres, quienes han puesto gran parte de
sus energías en derribar la idea de que la condición de sumisión de las mujeres
es natural, la puesta en escena de esta problemática sería prácticamente nula.
Fue una tarea desmarcarse de la categoría de simple
“homicidio” en el caso de las penas, sin embargo, esta aplicación solo enuncia
un sujeto mujer muerta por su condición, pero no esgrime ningún tipo de castigo
que marque la diferencia con el agresor. Y en el caso de los llamados a
denunciar que promueve débilmente el SERNAM, me atrevo a decir, muchas veces la
denuncia de las mujeres constituye un acto que las deja doblemente expuestas,
ya que el agresor, se siente “acusado” frente a sus pares lo cual genera aún
más violencia y castigo hacia las mujeres, todo esto sumado a las carencias de las casas de acogida para
mujeres víctimas de maltrato, en las cuales no se entregan herramientas para el
empoderamiento de las mujeres, sino que son muchas veces lugares transitorios,
los cuales podrían ser sin duda, espacios de transformación y toma de valor por
parte de las mujeres que allí llegan.
De esta manera, el Estado chileno, a través de todas sus
instituciones, es cómplice de las más de trescientas siete mujeres que desde el
año 2010 han sido asesinadas por su condición de género en el país.
El macabro panorama frente al cual nos encontramos, exige
por parte de los movimientos sociales, feministas y de mujeres, una respuesta
clara: no queremos más violencia ni muerte de mujeres. Es por ello que el
compromiso debe ser individual y colectivo. La alerta que se debe sembrar desde
la educación formal y no formal será clave para educar a nuestras niñas y niños
en la cultura del cuidado y no de la violación.
Junto con ello, es importante recalcar que en los circuitos de violencia
es la propia víctima la única que puede quebrar de una vez y para siempre su
relación con el agresor, por lo que es cada mujer, cada joven y cada niña, la
llamada a alzar la voz, a estar atenta a las mujeres que la rodean, a practicar
la autodefensa, a organizarse con otras mujeres, para que la sangre derramada históricamente
por nuestras hermanas no sea en vano y constituya el pilar desde cual nos
miremos a nosotras mismas, sanas, integras, felices y vivas.
Fuente: Resumen, desde los barrios y pueblos
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